Impuestos regresivos y pérdida de competitividad afectan al agro desde hace décadas. Una baja gradual podría eliminar retenciones en un plazo de hasta seis años, con un costo fiscal estimado de 1.200 millones de dólares anuales.
Los derechos de exportación han sido, durante décadas, un elemento distorsivo del mercado que castiga a los productores argentinos. Este tributo no discrimina según la capacidad contributiva: se paga gane o pierda el productor.
En Argentina, donde la exportación tiene un rol protagónico en la formación de precios del mercado de granos, este impuesto termina recayendo sobre toda la producción, incluso cuando se vende al mercado interno. Así, se transforma en un subsidio indirecto a la transformación industrial, que rara vez llega al consumidor.
El caso Macri: promesa, ejecución y retroceso
Cuando asumió el 10 de diciembre de 2015, el gobierno de Mauricio Macri eliminó los derechos de exportación para todos los productos, excepto los del complejo sojero, que se redujeron en cinco puntos porcentuales. También se eliminaron restricciones a las exportaciones y se levantó el “cepo cambiario”, igualando el tipo de cambio para todos los sectores. Esto devolvió competitividad al agro.
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Para los productores de granos, significó una menor presión impositiva. Sin embargo, hubo impactos negativos en sectores del consumo interno, como la lechería, avicultura y porcinos, que ya venían golpeados por políticas previas y un contexto internacional desfavorable. No obstante, el impacto productivo fue inmediato: se incrementó la superficie sembrada de trigo y maíz, mientras que la soja se estancó por mantener retenciones.
Un esquema escalonado hubiera sido más prudente. La eliminación parcial de retenciones implicó un costo fiscal estimado en 2.000 millones de dólares. Durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, los derechos de exportación del agro llegaron a recaudar hasta 12.000 millones anuales, cifra que fue cayendo por la baja de precios internacionales.

La segunda etapa del gobierno de Macri revirtió su política inicial. A fines de agosto de 2018, en medio de una crisis inflacionaria y devaluatoria y bajo presión del FMI, se reintrodujeron las retenciones. El presidente reconoció que se trataba de un «impuesto malo, malísimo», pero justificó su aplicación como una medida de emergencia. Se estableció un límite de $4 por dólar exportado (una tasa del 11% con el dólar a $38), y se fijó la retención de soja en 29%.
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El objetivo fue recaudar 7.000 millones de dólares en 2019 y avanzar hacia el «déficit cero», una exigencia del acuerdo con el FMI, que comprometía un préstamo de 50.000 millones de dólares. Aunque la medida fue resistida, la dirigencia agropecuaria la aceptó sin mayores cuestionamientos. Incluso el propio Macri fue aplaudido en el Congreso de CRA. Cambiaron las formas, pero no el fondo: nuevamente el agro absorbió el costo de los errores políticos.
La propuesta: reducción escalonada y realista
Con 50 años de experiencias fallidas y la actual situación socioeconómica, cualquier propuesta debe contemplar la necesidad del Estado de mantener ingresos y garantizar la gobernabilidad. Si bien el objetivo debe ser llegar a una eliminación total de los derechos de exportación, eso no es viable de forma inmediata. Lo que sí es posible es implementar un esquema gradual de reducción.
Se propone un cronograma que comience con la campaña 2025/26 y elimine los derechos de exportación en un plazo de 3 a 6 años, según el producto:
- Cereales como trigo y maíz (hoy con 12%): reducción de 4 puntos por año, eliminándose completamente en la campaña 2027/28.
- Productos con alícuotas de 9% o menores: eliminación total en dos años.
- Complejo sojero: unificación de la alícuota en 24% (eliminando el diferencial entre grano y derivados), con una baja progresiva hasta llegar al 0% en seis campañas.
Este plazo permitiría al Estado, los productores, la industria y los consumidores ajustarse gradualmente. Según datos de 2025, la recaudación por derechos de exportación será de unos 8.000 millones de dólares. La propuesta implicaría un costo fiscal anual aproximado de 1.200 millones, cifra estimada con base en precios y volúmenes constantes.
No obstante, se espera que, a medida que se reduzca la presión fiscal, aumenten los volúmenes producidos, lo que podría mitigar parcialmente la pérdida de recaudación. Además, una menor distorsión impositiva favorecería la competitividad, la inversión y el crecimiento del sector más dinámico del país.