Agromandriles: Un toque de atención para educar en la filosofía libertaria a los argentinos con problemas de comprensión.
Durante las extensas tertulias que mantenemos con mis compañeros libertarios, una de las cuestiones recurrentes que aparecen es la inadecuada narrativa presente en el sector agropecuario argentino.
Las conceptualizaciones tendenciosas y sesgadas tienden a promover la articulación de argumentos que, sin proponérselo, terminan embistiendo contra el agro, sin que sus propios integrantes lo perciban.
Un ejemplo de ese lamentable desajuste es el relativo al “déficit” del balance de nutrientes de los cultivos, que hace referencia a la diferencia entre los nutrientes que se aportan al suelo mediante fertilizantes y los que se extraen con la cosecha de granos.
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Ese supuesto “déficit” suele fundamentarse en el hecho de que, al no disponer de recursos suficientes para realizar una adecuada fertilización —como resultado de precios disminuidos por los derechos de exportación—, los empresarios agrícolas aplican dosis insuficientes en función de las necesidades nutricionales de los cultivos.
La realidad es que, gracias a los derechos de exportación, el agro argentino es líder en la optimización de la eficiencia de fertilización. Miles de ensayos en la materia han derivado en la confección de modelos de simulación y plataformas digitales diseñadas para no aplicar un solo gramo de fertilizante de más. Un logro destacable, y todo en virtud del aporte de las “retenciones”.

Siempre aparecen, por supuesto, detractores —o “mandriles”, como diría el gran líder Javier Milei— que sostienen que las retenciones terminan promoviendo una agricultura “minera” que extrae recursos del suelo en exceso sin reponerlos.
En lugar de la queja constante —que resulta agobiante—, los mandriles deberían adaptarse al contexto y evaluar las oportunidades presentes para poder desarrollarse y prosperar.
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Aquellos que hacen agricultura minera, por ejemplo, podrían presentar un proyecto en el marco del Régimen de Incentivo a las Grandes Inversiones (RIGI), dado que la minería es uno de los rubros comprendidos en el programa, el cual incluye importantes beneficios impositivos, aduaneros y cambiarios.
Es cierto que, para poder participar del RIGI, el monto mínimo de inversión requerido es de 200 millones de dólares, lo que está lejos del presupuesto de la mayor parte de las pymes agropecuarias argentinas. Sin embargo, podría hacerse realidad mediante esquemas asociativos que integren a cientos de empresas agrícolas que hagan soja sobre soja hasta el infinito. Es cuestión de ponerle ganas y voluntad al asunto.
Así, la agricultura minera —usualmente denostada en eventos y congresos agrícolas— pasaría a tener un lugar destacado si algún proyecto fuese integrado al RIGI, porque quedaría en evidencia la magnífica conveniencia económica del mismo.
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“¿Y qué pasaría con los suelos?”, podría preguntar el mandril de turno. Pues, lo mismo que sucede con los suelos de los proyectos mineros cuando alcanzan el fin de su vida útil. Seguramente no servirían más para la agricultura, pero las fuerzas del mercado no tardarían en encontrarles —RIGI mediante— algún otro destino productivo.
¡Viva la libertad, carajo! Y ¡vivan también los regímenes de promoción libertarios para aquellos sectores estratégicos (determinados por el gran líder a partir de sus amplios conocimientos sobre desarrollo económico sin dinero)!

